Hay días así, quizá no muchos a lo largo de una vida, pero
seguro que uno por lo menos sí.
Ese día coincide con una situación en tu vida que te pone en
la realidad de que hay mucha gente que no es capaz de ver lo que tú ves. Y claro, la diferente eres tú.
Digamos que estás ante una maravilla del mundo, como puede
ser la playa de las Catedrales. Estás rodeada de
gente, pero sólo tú sientes y disfrutas
la belleza que te envuelve. Cuando miras a tu alrededor entiendes por qué los
demás no se sienten como tú: son sordos, o mudos, o ciegos.
Pues con las cosas de la vida sucede lo mismo. Hay mucha
gente a tu alrededor incapaz de ver lo que tú has conseguido ver (aquí ya no
entra tanto el sentido físico como el sentido interno de cada uno). Puedes
dar muchas explicaciones, pero decides que no; que total, mientras no se les
despierte ese mismo sentido que a ti te permite ver lo que ellos no pueden ver,
es gastar energías.
Pero estás feliz porque ves; y tienes esperanza, porque igual que has
llegado tú, algún día llegarán los demás…
o la mayoría por lo menos. Todos los bebés sanos acaban hablando, caminando, dejando el
chupete... sólo que cada uno lo hará cuando esté preparado para hacerlo. Ni los
que lo han hecho ya pueden empujar a los que no, pues no es bueno acelerar el
proceso; ni los más rezagados han dejado de conseguirlo.
Habrá a quien tal superioridad le de tristeza porque se
sentirá sola. Y quizá decida dar un paso atrás y actuar y ver y sentir como los demás para no ser
diferente. Esto tiene un coste: la vida te acaba quitando lo que no utilizas;
pero eso sí, serás como los demás. Eso bien mirado se llama rendirse.
Por eso proclamo la esperanza de que todas lleguen al grado
de visión más alto, cada una en su momento, sin prisa. Pero teniendo muy
presente que lo importante es no rendirse NUNCA.
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